Diario de Victor Jones

Diario de Victor Jones

-Día 1-

Hace exactamente un año desde que llegué a esta tortuosa pero alentadora ciudad y ya ha pasado el tiempo tan rápido que nunca he tenido un momento para recapitular, es por eso que escribo este diario y es por ese mismo motivo que decido plasmar todo lo ocurrido hasta hoy con mi bolígrafo sobre un trozo de papel.
Cuando llegué a la ciudad solo traje mi antigua y cochambrosa Ratbike que poseía desde ya mis tiempos en aquel barrio de Nueva York, esa ratonera la cual tiene por nombre “The Bronx”, mi lugar de nacimiento muy a mi pesar, un lugar que nunca olvidaré.

Como ya he dicho, empezaré recapitulando: Aún recuerdo aquel día a mis cinco años de edad, cuando mi padre, Malcolm, esbozaba la misma cara de siempre con una mezcla entre odio y amargura y dejaba la casa en manos de mi madre, Carmen, que se veía marcada tanto psicológicamente como físicamente por un pasado de alcoholismo y maltrato por parte de aquel monstruo. No pude parar de llorar todas esas noches de angustia mirando las marcas que había dejado Malcolm en la piel de mi madre, sus ojeras y sus lágrimas reflejaban la tristeza de tantos años con el hombre que le había destruido la vida.
Recuerdo también la primera vez que tuve que ayudarla a ordenar la casa, con seis años de edad; Recogimos un montón de colillas de cigarrillos del suelo, cenizas, libros tirados, limpiamos estanterías polvorientas y tuvimos que deshacernos de decenas o incluso cientos de latas y botellas de alcohol.

Hacer amigos en la escuela fue algo que yo di por necesario y casi me salió de manera instintiva, pero no era un chico muy popular, sin embargo a mis ocho años ya tenía conmigo a mis dos almas gemelas, Marcus y DeShawn. Ellos me enseñaron prácticamente todo lo que sé hasta el día de hoy, me animaron a salir a la calle, a entablar amistades, divertirme paseando con la BMX, jugar al baloncesto y hacer freestyle con la pandilla. A los once años ya empezábamos a saltarnos bastantes clases para salir por ahí y fumar cigarrillos, rapear, taggear alguna que otra pared y jugar a las peleas entre nosotros, todo pasaba tan rápido que nunca fui consciente de la magnitud de nuestras acciones.

Un día cualquiera, Marcus apareció con una moto modelo Hakuchou de color gris metálico y blanco mate que deslumbró mis ojos y me propuso ponerme al volante, sin pensarlo dos veces acepté, y así fue como descubrí el caballito, también descubrí que me podía abrir la cabeza con un pequeño despiste, -Je, je-. Pasé una semana en el hospital y salí de nuevo a las calles, con cero ganas de pisar las clases y cargado de emoción por continuar conduciendo vehículos de dos ruedas mientras insultábamos a las señoras y señores que paseaban a pie por las aceras.
Todo seguía como siempre, excepto que había una cosa nueva, ahora hurtábamos en pequeños negocios y robábamos bolsos de señoras despistadas y carteras olvidadas, era como si una sensación de adrenalina me persiguiese corriendo a toda prisa pero yo fuese incluso más rápido.

Hay una cosa que debo mencionar y, es que, a los doce años probé mi primer porro; fue una mezcla entre sueños, euforia, adrenalina, calma y tensión, todo dentro de un marco donde parecía que yo tenía el control de cada situación que pasaba por mi vida.
Pero un día, todo eso se acabó, y fue exactamente el 12 de Julio de 2020; el día de la muerte de mi madre. Yo sabía que ella estaba enferma, pero nunca quiso decirme el porqué ni el cómo de su enfermedad y para cuando entraba ese mismo día en casa a altas horas de la madrugada, tuve que enterarme por las malas. Estaba tumbada en la cama y no respondía a mis palabras, fue entonces cuando comencé a moverla y a alzar mi voz para que me escuchase porque sospeché que algo iba mal, pero cuando ya llevaba dos horas intentando hacerla despertar, tuve que llamar al teléfono de emergencias. Llegaron los paramédicos y llamaron a un equipo de hombres con batas blancas y guantes que envolvían a mi madre en una bolsa negra y se la llevaban al hospital, a la vez que me daban la mala noticia; ella había muerto a causa de un accidente cerebrovascular por su enfermedad.

A partir de aquel entonces, DeShawn y su madre, Tanisha, me adoptaron en su casa y pude seguir teniendo un techo bajo el que tener un cobijo, pero ya nada era lo mismo sin ella.
Pasaban los años y todo seguía cómo antes pero se tintaba cada vez más negro; Comenzábamos a organizar fiestas con muchos grupos de chavales y negros de otros barrios donde se juntaban las peleas, la música, las mujeres, el alcohol, los porros y también la cocaína, droga que empecé a consumir con mucha frecuencia en estas noches de desfase y anarquía absoluta.

Esta espiral de caos y descontrol llegó a un punto sin retorno; una de esas noches acabó en una terrible pelea mano a mano con mi viejo amigo DeShawn, que trató de hacerme entender a golpes qué mis actitudes y corrientes de pensamiento eran equivocadas. A pesar de que él no fuese el ejemplo ideal, debo admitir que tenía razón en sus palabras y cada golpe que recibía se sentía como una lección de vida y una correción a mis errores.
Fue entonces ahí, cuando entendí que nada de aquello tenía sentido y, que si quería cambiar de rumbo debía cambiar mi lugar en esta vida. Tomé los pocos ahorros que me quedaban y compre una moto Ratbike a un antiguo contacto, que me la dejó lo más barata posible debido a que fue capaz de empatizar un mínimo con mi situación.

Emprendí mi viaje a la gran ciudad de las oportunidades, Los Santos; Sin licencia de conducir y casi sin fondos para construir un futuro, pero con la idea de que algo cambiaría en mi interior.

((CONTINUARÁ…))

3 Me gusta

-Día 2-

Al llegar a este lugar, tardé poco en darme cuenta de las calles que pisaba. Zonas marginales con un parecido estrecho a El Bronx, calles lujosas dónde las propiedades eran de millonarios, coches de lujo aparcados por doquier, vagabundos viviendo en asentamientos debajo de puentes y un sinfín de nuevas experiencias chocantes me esperaban aquí. No todo había cambiado tanto, yo seguía siendo el mismo de siempre, con mis adicciones, pérdidas de control e inestabilidad emocional y monetaria. El poco dinero que tenía lo gastaba en comprar gasolina para la moto, cervezas, snacks para sobrevivir (ya que la comida buena aquí es carísima) y porros para pasar los días distraído. Empecé a salir de fiesta y a conocer gente y con ello a beber alcohol a borbotones y también esnifar cocaína como un enfermo adicto.

Pero, en una noche estrellada, decidí subirme a un balcón de un edificio para divisar el terreno de la playa. Mirando el panorama desde aquel balcón, una sombra negra se asomó por las ventanas de mi mente para darme un rayo de luz; los recuerdos de mi difunta madre me seguían persiguiendo incluso en Los Santos.

No podía evitar imaginar su cara destruida por la tristeza y desesperación en sus últimos años de vida; una cara de preocupación, angustia, cansancio y una mirada de “adiós”.
Tras este oscuro recuerdo, decidí recapacitar durante unas horas y me eché a dormir una siesta, conciliando un sueño profundo que nunca antes recordaba haber tenido. En mis sueños, todo eran pesadillas relacionadas con mi pasado, mis peleas en El Bronx, las fiestas ilegales, carreras, las drogas, las prostitutas y por último, una pesadilla en la que mi “padre” (Si es que se merece un puesto así en mi vida) mataba a mi madre a golpes. Cuando desperté estaba angustiado y con el corazón a mil por hora, tuve una idea que nunca antes había tenido; decidí visitar la iglesia de Jamestown en busca de respuestas o salidas.

Allí, en las reuniones y misas cristianas, conocí a un hombre de 53 años llamado Carlos, el cual nombré mi “Ángel de la guarda” durante varios meses. El me contó su pasado con el fentanilo, una droga terrible que le había destrozado la vida a él y a toda su familia, pero su historia era algo más que una adicción a las sustancias estupefacientes. Desde el principio, él se convirtió en algo más que un mentor; era alguien que sabía exactamente por lo que había pasado, porque él también había estado allí. En sus palabras, descubrí que la redención no era un destino final, sino un proceso que se vivía día a día.

Carlos me enseñó que el primer paso hacia cualquier cambio real era el amor propio, algo que en ese momento me resultaba casi incomprensible. ¿Cómo iba a quererme a mí mismo si sentía que había desperdiciado tanto tiempo? Sin embargo, poco a poco, empecé a entender que lo que más necesitaba era perdonarme, aceptar mis fallos y darme la oportunidad de cambiar. Carlos siempre decía que no estaba solo en esto, y aunque me costaba creerlo, sus palabras me daban fuerza. Aprendí de él que los errores no definían mi futuro, y que lo importante era lo que decidiera hacer con el presente.

Con el tiempo, fui dejando atrás la idea de que la redención era algo lejano o inalcanzable. Carlos me mostró que no era cuestión de esperar a un gran momento para cambiar, sino de hacer pequeños ajustes, de luchar todos los días por un poco más. Y aunque el camino no siempre fue fácil, siempre tuve claro que, gracias a él, había encontrado el primer paso hacia una vida mejor.

Un día, sin previo aviso, Carlos desapareció de mi vida. Me enteré de que se había mudado de la ciudad, sin dejar rastro, sin siquiera una despedida. Al principio, no entendí qué había pasado. Fue como si se hubiera desvanecido de la nada. Los días pasaron y la sensación de abandono me golpeó con fuerza. Sentí que había perdido a alguien que había sido clave en mi proceso, alguien que me había dado dirección cuando más lo necesitaba. De esa forma, recaí en mis varias adicciones y volví a perder el control sobre mi mismo, cometiendo de nuevo los mismos errores del pasado.

Recuerdo que ese día era como cualquier otro. La rutina me aplastaba, y aunque había pasado por el proceso de rehabilitación, sentía que todo lo que había hecho hasta entonces no me había servido de nada. La falta de propósito me consumía y la oscuridad que había dentro de mí parecía crecer cada vez más. La verdad es que nunca supe cómo llegué a ese punto, pero un día, sin pensarlo demasiado, me encontré frente a la nevera de una licorería, observando una botella de Sinsimito bastante cara que no podría permitirme.

Mi mente empezó a divagar, como una espiral que no paraba de dar vueltas. Me acerqué a la estantería, me tomé un segundo, y luego, sin que nadie me viera, lo metí en mi chaqueta. El latido de mi corazón resonaba en mis oídos, pero no sentía miedo, solo una extraña adrenalina. ¿Qué había hecho? No estaba seguro. Pero lo que sí sabía era que no me sentía mal. En ese momento, lo que sentí fue… poder. Una sensación que me había faltado por tanto tiempo.

Lo que empezó como un impulso, un simple robo, pronto se convirtió en un juego, una forma de escapar de la miseria en la que me encontraba. De alguna manera, las tiendas se convirtieron en mis campos de batalla, y yo, un guerrero que se adentraba en territorio enemigo para obtener lo que no podía tener. Cuanto más robaba, más me perdía, hasta que un día, mientras deambulaba por la ciudad, conocí a un par de chicos, unos negros que estaban en una esquina oscura, riendo entre ellos.

Me miraron, y de inmediato, como si me olieran, supieron que había algo oscuro en mí. Ellos no me juzgaron, no hicieron preguntas. Solo me ofrecieron lo que yo no sabía que necesitaba. “Tienes cara de querer olvidarlo todo”, me dijeron, y me ofrecieron un porro. No me importó en ese momento, no pensé en las consecuencias. Tomé lo que me ofrecieron, y sin pensarlo demasiado, lo encendí. La sensación de la primera calada fue como una ola que arrasaba con todo. Me olvidé de la botella que había robado, me olvidé de la ciudad, de mi pasado, de todo. Solo existía el momento. -Joder, la marihuana de esta ciudad era íncreible-

En los días que siguieron, los porros se volvieron a convertir en una constante, un escape más rápido que el robo. Me sentía invencible, por fin capaz de ignorar el vacío que me carcomía. Pero no era un vacío que se pudiera llenar con algo tan superficial. Al principio, estaba demasiado perdido en la sensación de placer efímero para darme cuenta. Pero luego, a medida que mi vida se sumía más y más en la oscuridad, empecé a darme cuenta de que me estaba hundiendo.

Me vi atrapado en una espiral, donde cada día robaba algo nuevo, donde cada noche me reunía con aquellos chicos para pillar más marihuana, me metía en ese mundo de humo y descontrol, creyendo que era una forma de “vivir” fuera de la angustia. Pero, al final, todo era vacío. Yo me estaba vaciando a mí mismo, y no había vuelta atrás. El amor propio, esa mierda que me enseñó Carlos, ya no significaba nada. La redención no existía, al menos no para mí. Cada vez me veía más perdido, más atrapado en una oscuridad que ya no era solo externa, sino interna.

A veces, cuando me quedaba en silencio, aún escuchaba las palabras de Carlos resonando en mi mente. Pero esas palabras ya no tenían fuerza. No sabía dónde había quedado la esperanza, no sabía cómo encontrarla. Solo sabía que, a medida que mi vida se desmoronaba, la única compañía que me quedaba era el humo que salía de los porros, y las sombras que me rodeaban, como si estuvieran esperando a que desapareciera con ellas.

2 Me gusta

-Día 3-

Hoy ha sido uno de esos días en los que desearías haber tomado una decisión diferente, pero ya era demasiado tarde cuando te das cuenta de lo que hiciste. Estaba en Mission Row, aburrido, sin nada que hacer, así que decidí abrir una botella de Sinsimito Deluxe, ya sabes, ese licor que te hace sentir invencible… hasta que te pega el primer trago y pierdes el control de todo. Media botella después, y con la cabeza más liviana de lo normal, se me ocurrió que nada mejor que dar una vuelta en la moto, aunque estuviera a punto de caerme de la silla solo con mover la pierna.

No sé qué demonios me pasó por la cabeza, pero arranqué la moto como si nada, jurando que no había nada que pudiera detenerme. Claro, en ese estado, no me di cuenta de que la moto necesitaba más que un par de empujones para funcionar bien. De repente, todo comenzó a temblar, y en cuanto traté de acelerar, la moto comenzó a hacer ruidos extraños, hasta que finalmente se apagó por completo. Estaba varado en medio de la calle, en pleno centro de Los Santos, y lo único que podía pensar era que me había metido en un lío del que no sabía cómo salir.

Empecé a gritar, llamando la atención de los pocos transeúntes que caminaban por ahí, con la esperanza de que alguno tuviera la bondad de acercarse, ofrecerme ayuda o al menos escucharme. “¡Eh! ¡Alguien! ¡Necesito que me lleven a un mecánico o que me llamen una grúa, joder!” Pero nadie se detenía, solo me miraban con caras raras, probablemente pensando en qué carajos hacía yo ahí, oliendo a alcohol y pegado a la moto que ni siquiera quería arrancar.

La ciudad de Los Santos puede ser una jungla, pero en esos momentos es como un desierto. No sé cuántas veces crucé de lado a lado de la calle, dándole la vuelta a la moto mientras pegaba gritos por ayuda, pero lo único que conseguí fue un par de coches que me esquivaron como si fuera un obstáculo. Ni una sola mano amiga. Mi paciencia empezó a agotarse, la resaca ya me estaba golpeando, y lo único que se me ocurría era cómo coño iba a arreglar esta cagada.

Al final, por suerte, después de una eternidad, un buen tipo, probablemente un mecánico, se acercó en su furgoneta, vio mi desespero y me ofreció llevarme a un taller. Mientras me montaba en su vehículo, todo lo que podía pensar era en cómo había arruinado todo, cómo había malgastado mi tiempo, mi dinero y mi dignidad por un trago que jamás debí haber tomado.

Hoy aprendí que a veces lo que parece una buena idea cuando estás ebrio se convierte en el peor de tus pesadillas. La moto ahora está en el taller, y yo aquí, con la cabeza a mil por hora pensando en cómo he llegado a este punto. Sinsimito Deluxe, mi amigo, el que creí que me iba a dar la diversión… qué mal compañero has sido hoy.

2 Me gusta

-Día 4-

Era una de esas tardes en Los Santos donde el sol se oculta detrás de las colinas, y las luces de la ciudad empiezan a encenderse una por una. Yo iba paseando por la ciudad en mi moto Ratbike, el rugir de su motor resonando en cada callejón por el que pasaba. Elena, mi nueva amiga, iba detrás de mí, agarrándose a mi cintura para no caerse. La conocí en la Plaza de Cubos, y aunque no llevaba mucho tiempo en la ciudad, su energía y su actitud me parecían la combinación perfecta para no tener que lidiar con la monotonía de siempre.

Nos habíamos dejado llevar por la sensación de libertad, sin rumbo fijo, disfrutando de la adrenalina. No sabía a dónde nos dirigíamos exactamente, pero de alguna forma lo sabía: ella quería conocer más de la ciudad, y yo, bueno, no podía resistirme a llevarla por las zonas más oscuras, aquellas que hacen que todo parezca una película de acción. Así que le sugerí ir a Davis, un lugar donde las reglas no existían y donde las oportunidades, aunque peligrosas, parecían llamarme por mi nombre.

De camino, el ruido de las motos se mezclaba con la música de los bares y los gritos de los tipos en las esquinas. De repente, vi a Low. No era un tipo cualquiera. Su actitud lo delataba, esa mirada fría que había visto en muchas caras antes, como si supiera más de lo que mostraba. Esbelto, con una sudadera blanca, gorra, unas gafas de sol que reflejaban el brillo de las luces de la ciudad. Su presencia era inquietante, pero algo me decía que tenía algo interesante para ofrecer.

Elena se dio cuenta primero y me señaló con la cabeza. “Ese tipo tiene pinta de saber lo que hace”, me dijo. Y yo, bueno, no pude evitarlo. La ciudad te empuja a tomar decisiones como esa. A veces, hacer negocios en Los Santos no es una cuestión de lógica, sino de instinto.

Me acerqué a él, con la moto frenando justo delante de él. Low levantó la mano, un gesto como si me estuviera invitando a entrar en su mundo. Yo me quité el casco, y antes de que pudiera decir una palabra, ya estaba hablándome.

¿Qué tal, hermano? ¿Te interesa un buen deal? Algo para relajarte, o quizás algo más fuerte, si buscas algo que te haga sentir vivo en esta ciudad. Yo tengo lo que necesitas”, dijo con voz baja, pero firme.

Elena, siempre observadora, no soltaba la mirada de su rostro. “¿Qué tiene este tipo? ¿De qué estamos hablando?” susurró, sin apartar los ojos de Low.

Lo miré bien. Sabía que en Los Santos, todo venía con un precio, y los precios no eran siempre lo que uno esperaba. Pero la verdad es que no podía resistirme. En mi mente, el pensamiento era claro: ¿por qué no arriesgarme un poco? Lo peor que podía pasar era que nos saliera mal, pero al menos, por una vez, no sentiría que estaba atrapado en una rutina.

Quiero saber qué tienes”, le dije, manteniendo la calma. Sabía que si me dejaba llevar por las emociones, podría terminar metido en algo mucho más grande de lo que podía manejar. Low sonrió y asintió, satisfecho con mi respuesta.

“Bien, bien… Tienes buen ojo, hermano. No pierdo tiempo. Si te metes, te llevas lo que sea. Pero ten cuidado. Los santos tienen sus reglas, y aquí, te vendes por un par de billetes. Yo te llevo al lugar, y ahí decides. Joyas, sustancias, lo que quieras. Sólo, no vengas a llorar si no puedes con ello”, me advirtió.

Lo miré, evaluando cada palabra que decía. No me gustaba el tono, pero había algo en sus ojos que me decía que no era la primera vez que alguien caía en sus trampas. De todas formas, la oferta era demasiado tentadora. Elena me miró y me dio un ligero toque en el hombro, como dándome el visto bueno.

Lo pensé por un momento, sopesando las opciones. En la ciudad, todos jugaban su propio juego, y algunos jugaban más fuerte que otros. Elena parecía cómoda con la idea, pero algo dentro de mí me decía que era mejor no arriesgarla. Sabía que si las cosas se ponían feas, no sería algo que ella quisiera ver.

Te dejaré aquí, en la Plaza de Cubos,” le dije a Elena, dándole una mirada seria. Ella asintió, con una sonrisa nerviosa y yo me despedí con un apretón de manos.

Apreté los dientes y, sin mirar atrás, arranqué la moto de nuevo. Low ya estaba en la esquina, esperando, como si supiera que mi decisión estaba tomada.

El camino hacia el lugar de nuestro deal fue rápido. Las luces parpadeaban en el horizonte, creando sombras alargadas que parecían moverse al ritmo de mis pensamientos. Había varios hombres con pintas extravagantes por la zona del trato; el ambiente era tenso, oscuro. Cuando llegamos a una calle sin salida, un callejón donde los edificios desmoronados parecían esconder más secretos de los que cualquiera podría descubrir, Low se detuvo y me hizo una señal para que lo siguiera.

2 Me gusta

-Día 5-

Un día cualquiera en Jamestown, me encontraba caminando por las calles tranquilas, entre el frío del invierno. Todo parecía normal hasta que un grupo de chicos, de esos que siempre andan juntos, me llamó la atención. No parecían peligrosos, pero definitivamente tenían una actitud que hacía que me mantuviera alerta. No era la primera vez que veía a personas como ellos por aquí, pero algo en su presencia me hizo detenerme un momento.

Me acerqué con cuidado, manteniendo la distancia, pero intentando no parecer paranoico. Uno de ellos, un tipo de mirada astuta, me vio y me hizo un gesto con la mano. “¿Qué tal, hermano? Ven aquí, tengo una oferta para ti”, me dijo con una sonrisa que, aunque confiada, me hizo dudar un poco. No me gustaba meterme en líos, pero había algo en el ambiente que me decía que no podía dejar pasar esta oportunidad.

Con voz tranquila, le pregunté qué tenía en mente. Él me explicó que necesitaba a alguien para robar algunos retrovisores de coches en los alrededores de la ciudad. Parecía ser un trato sencillo, sin complicaciones, y, claro, la parte más atractiva: la recompensa. Me prometió una buena suma de dinero si cumplía con lo que me pedía. Pensé que no sería tan difícil, además, siempre había necesitado algo de dinero extra y, en este lugar, las oportunidades no abundaban.

Sin pensarlo mucho, decidí que aceptaría el trato. No tenía nada que perder, ¿verdad? La idea de conseguir algo de dinero fácil fue suficiente para hacerme poner manos a la obra. Me dirigí hacia los coches estacionados, con la sensación de que este simple robo de retrovisores no me traería más problemas que un par de miradas curiosas. Pero algo me decía que podría estar entrando en algo mucho más grande de lo que imaginaba.

Rápidamente me dirigí a llamar a este contacto. Sabía que el tiempo era clave, así que tomé mi teléfono y marqué su número. Quedamos en vernos en el casino, un lugar discreto y apartado donde podíamos tratar el asunto sin interrupciones. Al llegar, me dirigí hacia la sala VIP, ese lugar exclusivo que conocía bien, donde siempre solían hacer sus negocios. Allí estaba él, esperando. Sin perder tiempo, le entregué los retrovisores, y a cambio, recibí el dinero que tanto necesitaba. Todo fue rápido, eficiente y, por fin, satisfactorio.

2 Me gusta

-Día 6-

Hoy fue un día tranquilo, por lo menos al principio. Estaba en casa, solo, descansando después de una ducha larga y relajante. La tranquilidad que sentía se interrumpió cuando mi teléfono vibró. Al principio no le presté mucha atención, pero al ver la pantalla me congelé un segundo. Era una llamada de “Ice”, un tipo con el que había tenido un par de encuentros no muy legales. Era el mismo que, en su momento, me había metido en el rollo de robar los retrovisores. Lo miré un par de veces, dudando si contestar o no. Pero algo en el fondo me decía que tenía que hacerlo.

Respiré hondo y descolgué.

¿Qué tal, hombre? —dije, tratando de sonar casual, aunque sabía que no tenía idea de lo que quería.

La voz de Ice sonaba tranquila, como siempre, pero había algo en su tono que me hizo pensar que venía con un trabajo serio. Me dijo que necesitaba que me acercara a un sitio, que tenía algo para mí. No me dio demasiados detalles, pero no me extrañó. Si algo aprendí con este tipo es que los detalles nunca importan demasiado hasta que estás allí.

Fui directo al lugar, sin pensarlo mucho. El sitio era un almacén apartado, donde no esperaba encontrar nada de lo que me pudiera preocupar. Aparentemente vacío, pero seguro que había más de lo que veía a simple vista. Me sentí un poco incómodo al llegar, pero igual me acerqué a la entrada. Ice me había dicho que me metiera por la parte trasera, como si ya estuviera esperando mi llegada. Así que lo hice. Caminé por el pasillo oscuro hasta que él apareció, como siempre, tranquilo, pero con algo de esa mirada fría que le conocía.

¿Listo para trabajar? —me preguntó, sin perder tiempo.

Lo seguí por un par de pasillos, hasta llegar a un espacio que parecía un cuarto cerrado, sin ventanas, pero con luces muy fuertes. Y ahí fue donde me encontré con la planta. Una cosa gigante, un monstruo verde de marihuana que se extendía por todo el espacio, casi como si el techo no fuera suficiente para contenerla. Había un aire denso en el lugar, pesado y lleno de un aroma fuerte. Para mi sorpresa, Ice no me pidió hacer algo más complicado o peligroso. Su encargo era… raro.

Necesito que manicures la planta —me dijo.

Lo primero que pensé fue que estaba bromeando. Pero su mirada seria me dijo que no era el momento para cuestionar. No era un trabajo que imaginara, pero en ese momento, con todo tan improvisado, no me quedaba otra que acatar la orden. Sin pensarlo, me armé con unas tijeras que había en una mesa cercana y empecé a trabajar en la planta.

Era más complicado de lo que parecía. Cada hoja, cada rama, requería cuidado, y no era simplemente cortar por cortar. Tenía que ser meticuloso, cuidar de que cada sección quedara bien, prepararla para lo que venía después. Aunque no lo entendía completamente, me di cuenta de que Ice no solo estaba controlando el negocio, sino que había un tipo de precisión detrás de todo lo que hacía.

Pasaron un par de horas, y todo se fue volviendo automático. La verdad es que estaba tan concentrado en el trabajo que ya no pensaba mucho en la situación ni en lo que implicaba. Solo quería terminar lo antes posible y salir de allí. Pero aún no tenía claro qué implicaba este “trabajo” y qué consecuencias traería más adelante. Al final, Ice se acercó, me dio un par de indicaciones más sobre cómo continuar con el proceso y me dijo que podía irme cuando terminara.

Así fue como pasé un día que empezó tranquilo, pero terminó de una manera que no había anticipado. Me quedé con la sensación de que había algo mucho más grande detrás de todo esto. Algo que, tal vez, no iba a poder evitar, pero que tendría que afrontar de todos modos.

3 Me gusta

-Día 7-

Estaba sentado en la cama de mi habitación de motel, la luz amarillenta de la lámpara sobre la mesa hacía que todo se viera más sombrío. La habitación, hecha un desastre, reflejaba el caos interno que llevaba dentro. La ventana estaba cerrada, pero ni eso evitaba que el aire viciado de la ciudad me llegara. Había pasado el día buscando respuestas, enfrentándome a las memorias de mi madre, a su amor incondicional que ya no estaba, y a la amargura de una infancia marcada por la ausencia de mi padre. Pensé que lo había dejado atrás, que todo eso ya no me dolía tanto, pero en este momento, esa rabia, esa frustración por no haber recibido lo que merecía, era todo lo que podía sentir.

Miré alrededor, tratando de calmarme, pero todo me daba vueltas. En la mesa, entre el desorden, vi la pipa. Los restos de crack, pequeños pero tentadores, brillaban bajo la luz. Me quedé mirando fijamente, sabiendo que no debía. Había prometido no caer de nuevo, que estaba en proceso de desintoxicación, que iba a darle un giro a mi vida. Pero la ira era tan fuerte que mi cabeza no podía pensar con claridad. La necesidad de olvidarlo todo, aunque fuera por un momento, me consumía. La promesa a mí mismo desapareció como si fuera un simple susurro.

Tomé la pipa, mis dedos temblaban ligeramente mientras la acercaba a mis labios. Respité profundamente, pensando que esta sería la última vez, que no quería volver a esto, pero también sintiendo que en ese instante lo necesitaba. Encendí la llama y la calada me llenó de inmediato. Fue como si un reseteo ocurriera en mi mente, como si todas las emociones que me atormentaban se desvanecieran por un instante. Todo a mi alrededor se volvió borroso, distorsionado, y por un momento, me sentí ligero, como si hubiera escapado de mi propia prisión. El problema, sin embargo, es que sabía que no había escapatoria. Pero en ese momento, no me importaba.